Los pasillos del palacio estaban desiertos, sólo lo acompañaban las vacías miradas de los
cuadros de los antiguos gobernadores. La fiesta en el piso de abajo estaba en su apogeo,
pues habían servido las mejores bebidas hacía apenas veinte minutos.
Los murmullos de las risas tapaban sus pasos a todo tipo de oídos, pero no podía
demorarse mucho sin arriesgarse a que lo descubriesen. Si no recordaba mal tenía como
máximo otros veinte minutos de margen antes de que los guardias decidiesen sumarse a la
celebración y pasasen por el palacio. Según le había dicho su espía, tenía que girar a la
derecha, entrar a una habitación de puertas color carmín que ocultaban la biblioteca en su
interior, después cruzar el tercer pasillo empezando por la ventana y continuar cinco cruces
y girar a la izquierda. Después de eso eran todo giros de izquierda a derecha, hasta que se
encontrase con otras puertas con trazados de batallas, donde en el centro había incrustada
una Espinela del tamaño de un puño hada con un llamativo color anaranjado.
Las instrucciones eran sencillas, pensó, pero acatarlas era más complicado. Se lo estaba
jugado todo en ese objetivo, y no podía postergarlo más. Lo necesitaba ya. Al llegar a las
inmensas puertas de la biblioteca sacó de un bolsillo interior una llave dorada que la cabeza
se asemejaba a un colibrí y el paletón era su pico. La puerta se abrió con una dulce
melodía. En su interior las estanterías medían del suelo al techo y estaban repletas de
libros.
Zarek se preguntó de qué podrían ser todos esos libros, qué podría ser tan interesante
como para que estuviesen ahí. En otro momento hubiese intentado descubrirlo, pero debía
apurarse, sólo le quedaban quince minutos para salir de allí. Recorrió todos los pasillos de
entre los tomos hasta que llegó a la puerta. Según tenía entendido no se podía abrir con
llave ni tampoco con magia. Sólo lo podían abrir el gobernador y las personas que él
eligiese. Por suerte eso no era del todo cierto. Una sombra trepó por la puerta y movió la
manilla. Y la puerta cedió. Silenciosamente entró y cerró la entrada a sus espaldas. Dejó
que sus ojos se acostumbrasen a la tenue luz que emanaban unos pequeños farolillos que
había a lo largo del largo pasillo. Caminó hasta el final y encontró una empinada escalera de
caracol. No parecía tener fin y las luces se acababan al principio. No tenía modo de saber
qué había al final. Si es que acaso lo había.
Descendió con cuidado de no tropezar hasta que encontró el final. Pero había perdido unos
valiosos minutos. No le quedarían más de siete. Debía darse mucha prisa. La escalera
terminaba en un portón azul Klein que contrastaba con el tono rojizo del palacio. Con la
palma de su mano tocó la madera y esta crujió, quejándose por el contacto, como si nadie
la hubiese tocado en miles de años. Seguramente era así. Abrió con cuidado la puerta y al
entrar vio una estancia pequeña con tierra repartida por el suelo. En el centro había un gran
montículo de barro con un libro del tamaño de su palma en el centro.
Ahí estaba. Dio unos pasos cautelosos al centro y no ocurrió nada, así que agarró el libro
con cuidado de no tocar nada más y se marchó por donde había venido. Subió corriendo las
escaleras y cruzó el pasillo. De nuevo, la sombra abrió la puerta, pero cuando él cruzó la
cerró con un portazo. Empezó a correr de vuelta los pasillos por los que había pasado
antes. Cuando llegó a la puerta de la biblioteca pegó la oreja y no oyó nada. Todavía tenía
tiempo. Abrió la puerta con la llave y cerró sin hacer ruido, luego se guardó la llave en el
bolsillo de sus pantalones de lino. Agradeció a los dioses tener un bolso lo suficientemente
grande para que cupiese el libro sin levantar sospechas. A lo lejos empezó a oír los
pesados pasos de los soldados. Regresó por los anchos pasillos del palacio y cruzó el
umbral del enorme portón de la sala de fiestas. Todo seguía igual que hace veinte minutos.
Irene Borrull